La abuela decía “nunca sabes cuándo te puede ayudar alguien a quien has ayudado tú”. Y es verdad. Aunque sea en pequeñas cosas, detalles que sólo tú puedes ver y que es imposible compartir con nadie.
A la casa-escuela, hace muchos años ya, llegaron cuatro personas. Una pareja con un niño y una niña que cojeaba un poco, menuditos como colines y de párpados caídos que parecían inspeccionar hasta el más mínimo rincón del parquet. El Bisabuelo cogió las maletas a reventar que casi arrastraban y los llevó a los cuartos del fondo, ésos de ventanas tan pequeñas que sólo podían atravesarlas los ojos. Los mayores en la grande, los niños en la pequeña y las persianas de los ventanucos cerrados a cal y canto. La bisabuela llevó a la abuela y sus hermanos de reunión en el gabinete y les hizo prometer que no dirían nada, que era un secreto y tendrían un regalo enorme si se portaban bien. Los primeros días fueron silenciosos. Comían con ellos en la cocina, pero no pedían ni el pan. Si había visitas se volatilizaban en el aire.
Se acercaron a Javier y Ana María pero no querían jugar, saltaban por cualquier ruido y se escondían, no sabían dónde, pero era imposible encontrarles. Entonces se les ocurrió: jugar al “escondite” era la solución. No tenían que esforzarse y dominaban la materia. Así consiguieron oír sus voces de falsos muditos, aunque sólo se podía entender lo que decían si se acercaban mucho. El día que oyeron reírse a Ana maría lo festejaron con un bizcocho de limón de la bisabuela, con repetición incluida. Y así se hicieron familiares, como los gatos que te esperan en el sofá, y vienen a saludarte pero que nunca nadie ha visto fuera de casa.
A los tres meses, al volver de clase, no estaban. Les buscaron durante largos minutos, pero esta vez se habían esfumado de verdad. La bisabuela les dijo que se habían ido a ver a sus abuelos pero la oyeron a cuchichear algo sobre “Francia” con el bisabuelo, como una espía.
Muchos años después, le hablé a la abuela de mi nueva profesora de literatura, una señora mayor muy guapa que andaba con bastón. La abuela sólo me dijo una cosa “dile que eres la nieta de Rosita, de Arganda”. Evité hacerlo durante dos semanas, me daba vergüenza decirle algo que de significado desconocido, pero al final me acerqué, colorada como un tomate y tartamudeando. No me dijo nada, sólo me miró y me dio un abrazo, mientras me miraban los demás. Desde entonces, se acabaron las regañinas por hablar en clase. Sólo me miraba me guiñaba un ojo y ponía el dedo sobre los labios, mientras los demás seguían sin entender nada.