Se despertó una noche. No sabía ni la hora ni el día. Una pequeña luna borrosa se reflejaba mil veces en las gotas de sus brazos y las manos pegajosas se soldaban a las sábanas. La mosquitera lo envolvía todo, convirtiendo los muebles blancos en fantasmas vigilantes. No podía oír nada y los labios rasparon la lengua que recorría las grietas. Dolían. La nariz picaba. Olía a desinfectante.
Y entonces recordó: el niño llorando por la fiebre, el mareo, el calor, la alfombra arañando su cara, el movimiento difuso a su alrededor y el sueño eterno. Al llegar a Marruecos nunca pensó que un simple mosquito pudiera hacer más daño que una bomba, pero aquellas hembras despiadadas no más grandes que la yema de su dedo le habían enseñado una nueva palabra: paludismo.
Intentó levantarse pero sólo pudo girar la cabeza que pesaba como el plomo. Al lado distinguía una cunita, rodeada de silencio. Ni llanto ni suspiros. Nada.
La garganta se le cerró como a un ahorcado y empezó a pronunciar el nombre, despacio y bajito al principio. “François, François, François…”, pero todo siguió en sordina. Subió el tono, una octava, y cada vez más alto, esperando una rabieta en respuesta, pero sólo consiguió que llegara una enfermera preocupada. No necesitó preguntar nada, sólo ver la mirada de terror fija en la cuna. Se agachó, y pegó los labios suaves a la oreja a través de la tela. “Madame, no se preocupe, su niño está mejor que usted, duerme tranquilo” y se marchó flotando en un rastro de perfume de violetas.
Cerró los ojos, hizo que sus oídos rastrearan el vacío en busca de una pequeña respiración. Cuando la capturó, dejó pasar el tiempo, disfrutando.
Al amanecer, un destello apareció en el horizonte y avanzó tiñendo de rojo la espuma del mar. Alcanzó las dunas doradas que ondularon entre sombras y empezó a subir por las paredes blancas de balcones metálicos. Cuando la luz atrapó la cuna, el niño empezó a llorar.
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