jueves, marzo 01, 2012

Alicias siderales

Empieza por el principio y sigue hasta llegar al final. Allí te paras
Lewis Carroll “Alicia en el País de las Maravillas”


Primero fue Alicia, el conejo, y el gato que sonreía sin parar. Y aquélla figura rechoncha que pedía cabezas cortadas porque las rosas no tenían el color que debían. Me sentaba delante del video y no me cansaba de flotar en un vestido azul, y de crecer y menguar a golpe de drogas que venían en frasquitos como los que tenía la bisabuela para el perfume o en hongos alucinógenos suministrados por una oruga que fumaba en boquilla larguísima.
El mundo podía darse la vuelta en cualquier momento, y nada era como parecía. Como en el ajedrez que aprendí poco después, el rey era pequeño, y poco podía hacer frente a una reina demasiado rápida y fuerte.
Era la Alicia de colores vivos y acentos extraños, el libro no estaba aún a mi alcance. Mamá decía que aquella historia no era para niños, demasiada locura y violencia. No entendía que la niña de cara redonda y obediente, que se quejaba poco y no rompía nada pudiera querer leer aquello, y esperó a que se me pasara. No lo consiguió.
Un día de comida familiar descubrí un segundo tesoro. Un comic escondido en una habitación con posters de Barbies que huían de supermercados en llamas y cantantes rubias vestidas con monos brillantes y botas que alcanzaban los muslos. Entre el batiburrillo de la habitación de adolescente de mi primo encontré un monstruo de manos finas, cráneo alargado y doble mandíbula que mataba sin piedad bajo la atenta mirada de un gato.
Al llegar a la casa de mis tíos desaparecía, hasta la hora de comer, en que el adulto de turno venía a sacarme del espacio silencioso donde los gritos no pueden oírse. Era un ceremonial que nunca fallaba. No quería leer otra cosa. El comic prohibido que creaba en mi cabeza una película que aún no podía ver, era lo único que necesitaba. Durante horas. Durante años hasta que el dibujo se hizo realidad en una pantalla de reestreno.
Creo que fue entonces cuando mi madre recordó las cabezas cortadas y empezó pensar que la niña no era tan plácida como parecía. Las miradas mitad sorpresa, mitad inquietud se mezclaban con reproches a mi padre, que fomentaba un gusto tan parecido al suyo. Y es que no hay nada comparable al escalofrío de pensar que no habrá nadie para rescatarte cuando llegue el asesino.

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