La máquina parecía muy antigua. Era negra y en letras doradas se leía “Puerta del sol” marcando cada vagón. En un cartelito brillaba el fin de la aventura: París–Austerlitz. El fin de la primera etapa, al menos. Mi madre me dio un beso, un abrazo, y otro beso antes de dejarme subir con la cara de quien piensa que está cometiendo un error y no sabe cómo evitarlo. Las niñas de nueve años no deberían recorrer más de mil kilómetros sin su madre.
Los compartimentos eran minúsculos, con un sofá beige para los tres Mi abuela se sentó junto al pasillo, mi tío en el centro y yo, con un libro de adolescentes en la mano junto a la ventana, un ojo en los peligros que acechaban a Judy Bolton, y el otro en las vías que salían de la estación. Casi no me dio tiempo a aburrirme, y ya había que ir al restaurante, abarrotado de gente y humo. Una coca-cola y una paella sosa quedaron olvidados en la mesa. El tenedor mareaba los granos, formaba montañitas humeantes que se transformaban en bultos de engrudo imposibles de tragar, pero no importaba mientras pudiera contar las farolas de los pueblos iluminados que cruzábamos sin parar.
Al volver a nuestros asientos, se había producido el cambio. ¡Tres literas habían aparecido de la nada! Me subí a la segunda, lo suficientemente alta como para mirar por la ventana, pero no lo suficiente como para que me diera miedo caerme. Y así pasaron las horas, sin poder dormir, mientras la abuela roncaba sin disfrutar la parada en Hendaya, la luna que iluminaba el mini lavabo y los carteles de idioma cambiado. No sé cuando me dormí, pero fue muy tarde, y levantarse a las siete fue un tormento, hasta que oí las palabras mágicas mientras me daban un beso húmedo de buenos días. “Guapa, espabila, ¡que llegamos a París y hay que coger el otro tren!”.
Los compartimentos eran minúsculos, con un sofá beige para los tres Mi abuela se sentó junto al pasillo, mi tío en el centro y yo, con un libro de adolescentes en la mano junto a la ventana, un ojo en los peligros que acechaban a Judy Bolton, y el otro en las vías que salían de la estación. Casi no me dio tiempo a aburrirme, y ya había que ir al restaurante, abarrotado de gente y humo. Una coca-cola y una paella sosa quedaron olvidados en la mesa. El tenedor mareaba los granos, formaba montañitas humeantes que se transformaban en bultos de engrudo imposibles de tragar, pero no importaba mientras pudiera contar las farolas de los pueblos iluminados que cruzábamos sin parar.
Al volver a nuestros asientos, se había producido el cambio. ¡Tres literas habían aparecido de la nada! Me subí a la segunda, lo suficientemente alta como para mirar por la ventana, pero no lo suficiente como para que me diera miedo caerme. Y así pasaron las horas, sin poder dormir, mientras la abuela roncaba sin disfrutar la parada en Hendaya, la luna que iluminaba el mini lavabo y los carteles de idioma cambiado. No sé cuando me dormí, pero fue muy tarde, y levantarse a las siete fue un tormento, hasta que oí las palabras mágicas mientras me daban un beso húmedo de buenos días. “Guapa, espabila, ¡que llegamos a París y hay que coger el otro tren!”.
La entrada por una trinchera gris fue un jarro de agua fría. Casas bajas y sucias, con ventanas muy pequeñas, sin cortinas y con plantas de color marrón se pegaban a los muros grises que nos acompañaron hasta entrar en la estación, grande y sin tiendas de colores como esperaba. Sólo gente corriendo, y olor a patio de casa vieja. Salí a la calle con el carrito de maletas, que chirriaba sin parar buscando la Ciudad Luz, esa que aparecía en las películas de amor, pero no vi gran cosa mientras la abuela me empujaba hacia la parada de taxis. Cuando empezaba a pensar que me habían engañado, a través de la luna trasera vi una torre que se estrechaba como una falda de vuelo, gris oscura, de encaje geométrico, coronada por luces y agujas. Y allí se quedaron pegados mis ojos, mientras cruzábamos el río y los bulevares hacia la estación del Este, en ese pico cada vez más pequeño hasta que desapareció.