martes, diciembre 12, 2006

La vida nueva

Se llama Cecilia y es actriz.

Sentada delante de mí en el metro parece segura de sí misma. Irradia personalidad con su nariz recta, sus rizos oscuros, como sus ojos, y su abrigo de cuero rojo. No es convencionalmente guapa, pero tiene un atractivo especial, aún sin maquillar, como esta mañana.

Cumplió cuarenta años hace dos meses y parece que fue ayer cuando dejó Bilbao para venir a Madrid. Dieciocho años y una discusión a gritos cerraron la puerta de su infancia.

Su padre, serio médico, serio marido, serio padre, la amenazó con no volverla a ver, aunque sólo tardó dos meses en romper esa promesa. La decepción de que la niña no perpetuara la tradición familiar no pudo con el cariño que sentía y que escondía bajo una máscara de impasible discreción. Su madre le metió dinero en la maleta a escondidas, y a escondidas la estuvo llamando por teléfono cada semana hasta que su padre cedió.

Llegó a la estación de Chamartín a las 5 de la tarde de un día sin sol. En los primeros meses que pasó allí sólo brilló el sol en los vasos dorados de whisky que servía y en los neones chillones del bar. Humo en el bar, bruma en la calle al salir, ocultando el camino cada vez más sinuoso bifurcado en callejones sin salida de innumerables castings, baldosas amarillas que resultaban ser de barro movedizo.

Y al llegar a su habitación del destartalado piso compartido y sentarse en la cama hundida de ruidosos muelles, se preguntaba si había hecho lo correcto y le parecía mentira, pero echaba de menos la casa grande de suelos brillantes de parquet, sillones de cuero, librerías macizas y grandes ventanales donde todo estaba ordenado y olía a limpio, aunque hubiese que hablar en susurros para no molestar.

Hasta que un día, en una fiesta en la que se coló con su inseparable Marta, la única amiga que había hecho en meses, el suelo se hizo sólido, no de oro, quizás de hierro un poco oxidado, pero le dió equilibrio, un pequeño papel en televisión y a Mario. Mario, que la invitó a una hamburguesa barata que le supo a gloria después de tanto alcohol. Esa noche entró en su cama y no volvió a salir.

Él nunca ha sido consciente de lo desoladoramente fríos que tiene los pies cuando duerme sola durante un rodaje. Hielo que solo se derrite al volver a casa y dormir enredada a él en una maraña tropical.

Trabaja bastante, casi siempre en pequeñas películas de poco presupuesto y en papeles de mujer fuerte y dura. No es famosa, ni gana mucho dinero, una vez pensó que eso cambiaría cuando el Goya le hizo una breve visita para no quedarse, pero no fue así. No le importa demasiado, vive haciendo lo que le gusta y nadie la molesta cuando viaja en metro. Como hoy.
Yo la observo, la admiro, su sobriedad actuando y todo lo que es capaz de transmitir con un único gesto o con una mirada que te clava en el suelo, pero no digo nada. Ella levanta la cabeza y me ve. Se da cuenta de que sé quien es y me sonríe cómplice hasta que se baja en la siguiente parada.

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