“¡He dicho que no lo sé!” El grito de mi padre me clavó en el suelo. No entendía nada, sólo había preguntado en qué trabajaba el abuelo después de la guerra, ¡todo el mundo sabe en qué trabaja su padre! Pues no, mi padre no lo sabía.
Tenía muchos detalles de su infancia en Marruecos, en ese lugar que nunca supe deletrear y que sonaba mucho más exótico que Casablanca… Port Lyautey… Y de cómo el abuelo conoció a la abuela en España durante la Guerra Civil, y ella se enamoró del francés que venía a luchar por la libertad, pero después de unos años flotaba el vacío, sólo sabía que mi abuela había vuelto a Madrid, a casa de la Bisa, con sus hijos, nada más.
Me callé y me encerré en mi habitación, ofendida por la injusticia, y allí me quedé a oscuras hasta que mi madre entró sin hacer ruido, y abrazándome por detrás me dijo que la abuela se había divorciado y que papá no había visto al abuelo desde entonces. ¡Divorcio! Esa palabra que empezaba a oírse por las esquinas y sonaba a pecado y estrellas de cine. Y todo tenía sentido, una abuela que había estudiado derecho, bebía ron con coca-cola, fumaba y tenía fotos de actores dedicadas tenía que estar divorciada, era lo normal.
Todos los sábados le pedía una historia familiar, que ella creaba ante mis ojos con su v0z pausada y grave, sentada en el sillón con sus eternas blusas de lazo, su cuidada melena gris y esas joyas sin valor pero llenas de significados ocultos, mientras yo machacaba las rosquillas de naranja en un vaso de leche.
Allí estaba el bisabuelo, el profesor revolucionario que enamoró a la señorita hasta no importarle que la desheredaran por casarse con él. La tía bisabuela que se quedó sorda por nadar en un lago helado y fue repudiada por su novio. O los días previos al fusilamiento que le rompían la voz en cristales de agua.
Veía las fiestas con oficiales americanos, a mi padre hablando árabe antes de poder decir mamá o el hospital para palúdicos con ventanales a las dunas que bordeaban el océano, y me reía de su acento rugoso que arañaba las palabras francesas más exquisitas.
Desde que la recuerdo fue creadora de relatos que sonaban a cuento, en casas que yo imaginaba oscuras y en silencio entre sombras de muebles enormes y fue su mano la que guió a la niña francesa de Madrid a conocer a su otra familia, ésa que la consideraba española, pero la acogió en seguida cuando reconoció sus rasgos tan diferentes de los de su madre.
Luego crecí y lo olvidé todo, o eso me pareció. Hace unos meses ordenando uno de esos muebles, que en mi salón ya no dan miedo, vi un trozo de papel olvidado. Un grupo de señoritas vestidas de blanco miraban al frente en una playa de los años treinta. En la esquina una de ellas, la más alta y desgarbada, sonreía guiñando un ojo. Como siempre.
Tenía muchos detalles de su infancia en Marruecos, en ese lugar que nunca supe deletrear y que sonaba mucho más exótico que Casablanca… Port Lyautey… Y de cómo el abuelo conoció a la abuela en España durante la Guerra Civil, y ella se enamoró del francés que venía a luchar por la libertad, pero después de unos años flotaba el vacío, sólo sabía que mi abuela había vuelto a Madrid, a casa de la Bisa, con sus hijos, nada más.
Me callé y me encerré en mi habitación, ofendida por la injusticia, y allí me quedé a oscuras hasta que mi madre entró sin hacer ruido, y abrazándome por detrás me dijo que la abuela se había divorciado y que papá no había visto al abuelo desde entonces. ¡Divorcio! Esa palabra que empezaba a oírse por las esquinas y sonaba a pecado y estrellas de cine. Y todo tenía sentido, una abuela que había estudiado derecho, bebía ron con coca-cola, fumaba y tenía fotos de actores dedicadas tenía que estar divorciada, era lo normal.
Todos los sábados le pedía una historia familiar, que ella creaba ante mis ojos con su v0z pausada y grave, sentada en el sillón con sus eternas blusas de lazo, su cuidada melena gris y esas joyas sin valor pero llenas de significados ocultos, mientras yo machacaba las rosquillas de naranja en un vaso de leche.
Allí estaba el bisabuelo, el profesor revolucionario que enamoró a la señorita hasta no importarle que la desheredaran por casarse con él. La tía bisabuela que se quedó sorda por nadar en un lago helado y fue repudiada por su novio. O los días previos al fusilamiento que le rompían la voz en cristales de agua.
Veía las fiestas con oficiales americanos, a mi padre hablando árabe antes de poder decir mamá o el hospital para palúdicos con ventanales a las dunas que bordeaban el océano, y me reía de su acento rugoso que arañaba las palabras francesas más exquisitas.
Desde que la recuerdo fue creadora de relatos que sonaban a cuento, en casas que yo imaginaba oscuras y en silencio entre sombras de muebles enormes y fue su mano la que guió a la niña francesa de Madrid a conocer a su otra familia, ésa que la consideraba española, pero la acogió en seguida cuando reconoció sus rasgos tan diferentes de los de su madre.
Luego crecí y lo olvidé todo, o eso me pareció. Hace unos meses ordenando uno de esos muebles, que en mi salón ya no dan miedo, vi un trozo de papel olvidado. Un grupo de señoritas vestidas de blanco miraban al frente en una playa de los años treinta. En la esquina una de ellas, la más alta y desgarbada, sonreía guiñando un ojo. Como siempre.