martes, enero 16, 2007

Miedo

Johan mató a su hermano Franz el dos de febrero, por una venganza tardía. Rompió su cráneo con la piedra más grande que pudo en contrar en el camino, enterró su cuerpo en una esquina de la finca y siguió su vida, ojos que no ven y estómago henchido de amarga satisfacción.
Y todo habría seguido igual de no haber sido por la peste bubónica de la primavera de 1542. Cuando quiso darse cuenta ya era tarde, la fiebre le consumía, su cuello se había vuelto negro y maloliente, y nadie se atrevía a acercarse a su cama.
Aquella noche soño con Anna, la que se fue y se dejó embaucar por la tierra que su hermano le había robado, la mitad de su herencia y su hijo, criado en otra casa, dejándole la única satisfacción de que el traidor no supiera que su estirpe no era propia, el mismo niño que mató a su madre al nacer como el ángel exterminador.
Se despertó de repente y quedó mirando al techo, respirando apenas, el sudor frío evaporándose inmediatamente al contacto de su ardiente piel. Casi podía ver el vaho azulado a la luz de la luna, como si su alma se disolviera en el aire.
Su cerebro embotado tardó unos segundos de más en distinguir el nuevo rojo fulgor que entraba por la ventana. Rojo y negro. Una sombra furtiva se acercó al cabecero de la cama. Johan intentó girar la cabeza pero el dolor lacerante no se lo permitió. Un susurro rozó su oreja como una brisa caliente. Y tan claramente como le permitió la niebla de su mente, oyó la voz de Franz llamándole mientras cogía su mano y le incorporaba, invitándole a salir.
Increiblemente, el cuerpo había dejado de dolerle, no sentía miedo y siguió a la sombra que tiraba de él. Fuera todo estaba en llamas, cuerpos retorcidos caminaban, se arrastraban gimiendo mientras negros cuervos les atacaban sin piedad. Animales desconocidos aullaban enseñando enormes fauces y garras afiladas junto a un río de un líquido viscoso y oscuro que, sabía, le volvería loco si le tocaba.
Y realmente creyó haber perdido el juicio cuando vio la pequeña figura que le miraba fijamente bajo el arbol del ahorcado. Anna, con el pelo enredado el vestido desgarrado se reía, graznando, mientras sus ojos dementes se burlaban de él, enseñandole que nunca fue nadie, sólo un objeto, un mero instrumento sin valor. Leyó el desprecio sin fin en esos ojos, recordándole una y otra vez´por lo que había matado, y gritó con todas sus fuerzas hasta quedarse ronco, un sonido tan aterrador que los vecinos acudieron, venciendo el miedo.
Lo que vieron fue a Johan, con los ojos abiertos, en su rostro el horror del que se ha condenado por nada, mientras la vida salía de su boca a borbotones, hasta que sólo quedó el cuerpo encogido e inmóvil.
Y es que no hay peor infierno que el que crea la propia mente.

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