Abrió la puerta y se sentó en el asiento del copiloto. Apretó las rodillas hasta que la tensión hizo temblar sus muslos. Estaban solos, sin el abrigo reconfortante de las voces, el tintineo de vasos y la música del bar. No sabía que había pasado. Todo había empezado como una charla corriente y de repente aparecieron la rabia, el rictus y el silencio. Odiaba ese silencio atroz, que la castigaba volviéndola invisible y hacía brillar sus ojos con lágrimas de angustia y culpa injusta, pensando hasta el mareo que era lo que habría hecho mal esta vez, que frase anodina él habría decidido malinterpretar.
Él seguía mirando al frente, con los labios apretados, y la cara inmóvil. Ni siquiera desvió la vista para poner la radio. Una voz invadió el pequeño espacio, y por una vez, las noticias de guerras lejanas sonaron a tregua agridulce. En la calle, la noche se puso a llorar suavemente.
Empezó a mover la pierna derecha sin darse cuenta, baile de san vito que no podía controlar cuando le invadía la ansiedad, hasta que percibió el martilleo rítmico rápido del tacón en el suelo y paró con brusquedad.
Durante los veinte minutos interminables que duró el trayecto se esforzó en no mirarle y fijar la vista en las calles desiertas iluminadas únicamente por la luz mortecina y naranja de las farolas pensando en cómo un color que siempre le había parecido tan alegre podía resultar tan poco acogedor. Casi ni notó como el coche se paraba delante del portal.
Y entonces ocurrió ese clic habitual que hacía que él se calmara de repente, y oyó la voz masculina súbitamente amable pidiendo perdón y dando excusas y su mano rozó su barbilla y acarició su cuello de camino hacia su escote. Pero la voz sonaba lejana y la sonrisa falsa como si no fuera él quien le estuviera hablando sino ese desconocido cuyo roce en el metro resulta incómodo.
Y ella se dio cuenta de que ya no le importaba, no podía romperse algo que simplemente ya no estaba allí, el miedo desapareció y mirándole a la cara le dijo “nos vemos”, una mentira que la ayudara a moverse. Y dejando atrás la decepción del deseo interrumpido en la cara del otro, salió del coche, cerró la puerta y sin prisas, dejó que la lluvia fría y limpia mojara su cuello y su pelo mientras buscaba las llaves en el bolso.
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