El sol entra por la ventana y me da en la cara. Un día normal, martes y septiembre, cálido y luminoso. Son la 8, ¡llego tarde otra vez!
Salto de la cama, literalmente, mi cabeza choca contra el techo, ¡ay! y floto, ligera, mientras mi gata maúlla asustada, aferrada al sofá con sus garras afiladas. Oigo gritos agudos de piscina de verano en la calle.
Tengo sed y me dirijo despacio a la cocina, evitando movimientos bruscos, pero al abrir el grifo solo salen pequeñas esferas que se dispersan y que resulta casi imposible apresar, es inútil intentarlo; tomo una manzana y disfruto el dulce zumo que estalla en mi boca en cientos de gotas al morderla.
Abro la puerta del balcón con esfuerzo, me falta un punto de apoyo, cualquier pequeño impulso me propulsa en cualquier dirección, la única forma de ejercer fuerza en el picaporte es apoyarme en el techo boca abajo. Fuera el ambiente es de caótica fiesta, niños riendo en la calle, amigos girando mientras se abrazan, cosas diversas flotando, libros, vasos, zapatos, ordenadores, incluso coches, como en una película de ciencia ficción.... ¿Qué ha pasado? No lo sé, la física ha cambiado, poniendo el cielo a mi alcance.
Las nubes me llaman y subo y subo hacia las estrellas, el infinito y la paz. Volar sin alas, flotar haciéndose el muerto en el éter, hacer volteretas en el aire, es una sensación nueva, corta la respiración tanta ligereza que parece inexistencia. El sentimiento de libertad es total, siento que nadie puede pararme, que puedo hacer lo que quiera y cuando quiera.
De repente el silencio a mi alrededor se hace casi sólido, estoy sola, el cielo se ha vuelto oscuro, nadie se ha aventurado tan alto. Echo de menos un apoyo, aunque sea un hombro desconocido que me ate a la materia, a la vida. Hace frío, con esa falta de previsión que me caracteriza, se me ha olvidado coger un jersey y empiezo a notar una desazón que crece y crece hasta que noto que una mano me coge el pie y tira de mí. "No subas más, quédate aquí". Miro hacia abajo y le veo, una cara corriente, unos ojos castaños y cálidos que miran con inquietud. Miro hacia arriba el cielo negro donde brillan estrellas como alfileres.
Y vuelvo a la tierra, a la fiesta ingrávida, entre las risas y los gritos, aunque quizás algún día tenga el valor de ir más allá.
Salto de la cama, literalmente, mi cabeza choca contra el techo, ¡ay! y floto, ligera, mientras mi gata maúlla asustada, aferrada al sofá con sus garras afiladas. Oigo gritos agudos de piscina de verano en la calle.
Tengo sed y me dirijo despacio a la cocina, evitando movimientos bruscos, pero al abrir el grifo solo salen pequeñas esferas que se dispersan y que resulta casi imposible apresar, es inútil intentarlo; tomo una manzana y disfruto el dulce zumo que estalla en mi boca en cientos de gotas al morderla.
Abro la puerta del balcón con esfuerzo, me falta un punto de apoyo, cualquier pequeño impulso me propulsa en cualquier dirección, la única forma de ejercer fuerza en el picaporte es apoyarme en el techo boca abajo. Fuera el ambiente es de caótica fiesta, niños riendo en la calle, amigos girando mientras se abrazan, cosas diversas flotando, libros, vasos, zapatos, ordenadores, incluso coches, como en una película de ciencia ficción.... ¿Qué ha pasado? No lo sé, la física ha cambiado, poniendo el cielo a mi alcance.
Las nubes me llaman y subo y subo hacia las estrellas, el infinito y la paz. Volar sin alas, flotar haciéndose el muerto en el éter, hacer volteretas en el aire, es una sensación nueva, corta la respiración tanta ligereza que parece inexistencia. El sentimiento de libertad es total, siento que nadie puede pararme, que puedo hacer lo que quiera y cuando quiera.
De repente el silencio a mi alrededor se hace casi sólido, estoy sola, el cielo se ha vuelto oscuro, nadie se ha aventurado tan alto. Echo de menos un apoyo, aunque sea un hombro desconocido que me ate a la materia, a la vida. Hace frío, con esa falta de previsión que me caracteriza, se me ha olvidado coger un jersey y empiezo a notar una desazón que crece y crece hasta que noto que una mano me coge el pie y tira de mí. "No subas más, quédate aquí". Miro hacia abajo y le veo, una cara corriente, unos ojos castaños y cálidos que miran con inquietud. Miro hacia arriba el cielo negro donde brillan estrellas como alfileres.
Y vuelvo a la tierra, a la fiesta ingrávida, entre las risas y los gritos, aunque quizás algún día tenga el valor de ir más allá.
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